lunes, 28 de septiembre de 2015

Arteterapia con niños en edad preescolar

Resumen
El niño preescolar hace sus primeras incursiones en el mundo social y comienzan a asistir a centros de educación, este hecho reafirma su proceso de autonomía y de desarrollo individual pero a la vez trae consigo momentos de tensión y ansiedad a los pequeños. Comprender las reglas y normas por los cuales se mueven las relaciones sociales puede ser complicado y expresar sus sentimientos a través de palabras aún más, sobretodo en esta edad cuando el uso del lenguaje es todavía muy limitado.
Los niños preescolares son artistas innatos y seres simbólicos, su sentido de la intuición hace que puedan expresarse a través del arte y del juego sin necesidad de demasiadas pautas, ya que éste es un medio de expresión que les pertenece y les resulta más placentero y familiar.
La Intervención Terapéutica “Arteterapia para niños en edad preescolar“ basa su metodología en el juego y en la capacidad creativa de resignificar la realidad, siendo aspectos claves de la terapia: la relación con el terapeuta, los límites y el espacio tanto físico como simbólico.

Los objetivos que se buscan en esta intervención son: estimular la búsqueda de resoluciones creativas, favorecer el proceso de reafirmación de la individualidad y facilitar la expresión de emociones dentro de un entorno seguro como es el espacio del juego.

Introducción
Desde mi experiencia en el trabajo con niños pequeños surgen muchos interrogantes y la necesidad de crear una metodología de trabajo que sea específica para los niños en edad preescolar, que estuviera adecuad a sus necesidades y que respondiera a una serie de conflictos y de sucesos que se dan en esta edad.
La terapia artística es un medio que puede ayudar al niño a atravesar esta etapa de su vida, estableciendo una vía de comunicación y expresión de las emociones y ayudándolo en su proceso de autonomía y autoafirmación.
En el desarrollo de esta investigación ha sido de gran importancia la “Teoría de los objetos y los fenómenos transicionales” de D.W. Winnicott, y los aportes de H. Gardner. A continuación haré una breve descripción de las diferentes características de la etapa preescolar y de como el niño de esta edad hace uso del juego simbólico y del arte como medio de comunicación y posteriormente desarrollaré los aspectos principales de una intervención de arteterapia creada especialmente para el niño preescolar.


1. El mundo del niño preescolar

El niño preescolar hace sus primeras incursiones en el mundo social comienzan a asistir a centros de educación, pasa más tiempo alejados de sus padres y de los familiares, esta situación reafirma su proceso de autonomía y de desarrollo individual pero a la vez trae consigo momentos de tensión y ansiedad a los pequeños. El comienzo de una vida social autónoma fuera de la protección de los padres y la llegada del lenguaje es una experiencia muy excitante, pero también conlleva exigencias a nivel social que tensionan al niño, lejos ya de la seguridad de los cuidados maternales. Comprender las reglas y normas por los cuales se mueven las relaciones sociales puede ser complicado y expresar sus sentimientos a través de palabras aún más sobretodo en esta edad cuando el uso del lenguaje es todavía muy limitado.
Los niños preescolares son artistas innatos, su sentido de la intuición hace que puedan expresarse a través de las artes sin necesidad de demasiadas pautas, el arte es un medio de expresión que les pertenece y les resulta placentero y familiar.
El juego simbólico se une a la intuición para potenciar su capacidad de creación y a la gran imaginación que es característica en esta etapa del desarrollo infantil.

Viéndolo de este punto de vista el mundo del niño preescolar es complejo y difícil de entender si tenemos en cuenta que estos niños no tienen un desarrollo del lenguaje adecuado para expresar sus sentimientos o contarnos exactamente que es lo que creen.
Por parte de los padres la crianza presenta dificultades, momentos familiares difíciles que pueden resolverse bien si los cuidadores están advertidos, informados o pueden ser ayudados.

Resolverse bien significa establecer una vía de comunicación para desanudar conflictos y aliviar el sufrimiento.
Además, el niño preescolar, está experimentando un veloz desarrollo psíquico, mucho mayor que el del escolar de más edad, y por consiguiente los efectos de los traumas son comparativamente grandes en la edad del preescolar (Winnicott, 1996).

La autonomía y la escolarización
A partir de los primeros meses de vida el niño comienza un proceso por el cual empezará a independizarse de la madre de manera paulatina. En la edad preescolar con el comienzo de la escolarización, para la mayoría, se produce las primeras experiencias en que el niño se ve alejado de su madre por periodos más prolongados, en estos momentos la conducta de apego se intensifica por el temor (Bowlby, 1985). Este período puede considerarse un momento crítico para el proceso de autonomía del niño, por lo cual podemos considerar que si lo atraviesa de manera exitosa, en relación a que no se producen traumas por la separación, la adaptación del niño con el medio en el momento de la escolarización será mejor y de manera más natural.



2. El niño preescolar: un ser simbólico

En los primeros años de su desarrollo, los niños aprenden a dominar los sistemas se símbolos de la cultura, pero este dominio es, en gran medida, un asunto privado. Sin duda, los chicos se dedican a explorar para que sirve o no sirve cada sistema: experimentan y juegan activamente con él, y en este proceso suelen lograr efectos que a ellos les resultan muy agradables y a otros les parecen maravillosos.(Gardner, 1982)
El juego simbólico del niño preescolar se desarrolla más allá de su lenguaje y de su ámbito familiar, los niños de esta edad tienden a captar el mundo y a representar sus experiencias con la realidad a través de numerosas actividades que realizan constantemente, ya sea a través de la expresión gráfica, la pintura, contando historias, construyendo con bloques, jugando con muñecos, bailando, cantando, realizando un juego fingido o jugando a adquirir un rol. El juego simbólico representa para el niño una oportunidad de experimentar los papeles que a la larga asumirá en el mundo adulto, esto se da, por ejemplo, en el juego con muñecas o cuando recrea fragmentos de acontecimientos o deseos a través de sus dibujos. El juego se une a la intuición para potenciar su capacidad de creación y la gran imaginación que es característica en esta etapa del desarrollo infantil. Cuando el niño lleva a cabo un juego de fingir realiza una actividad mental diferente (Gardner, 1991) el niño reconoce lo que un objeto es, pero finge que es otra cosa, o finge que él, que es un niño, es un adulto o un animal, por ejemplo.
Los niños son conscientes de que están fingiendo y raramente resultan confundidos por esta conducta, si no más bien se deleitan con ella ya que le produce un gran placer.
Durante los primeros años de vida, buena parte del conocimiento por guiones es manifiesto en las clases de secuencias simbólicas o “fingidas”, o de “juego fingido”, en las que los niños juegan solos con accesorios de tamaño infantil, con otros niños o con los padres (Gardner, 1991, Pág. 80)
A partir de esto podemos decir que en los primeros años los niños se vuelven capaces de imaginar, de ver un objeto como si fuera otro y de creer en un estado de las cosas diferente al que los sentidos perciben. Esta posibilidad le da al pequeño un gran y nuevo poder que le permite la creación de obras de arte y productos de la imaginación de carácter único y personal ya que provienen directamente de la mente del niño y de su capacidad simbólica de ver el mundo. También podemos decir que existe en el niño preescolar una capacidad de resignificación de la realidad, que es uno de los aspectos claves de la Intervención Terapéutica que posteriormente desarrollaré.
Según Gardner (1994) entre los preescolares es lícito hablar de lenguaje preescolar, el lenguaje metafórico de los niños preescolares se da cuando el niño le da una nueva denominación a un objeto, basada en la semejanza perceptiva, en la similitud de acción o combinado la percepción y la acción.

El lenguaje simbólico del arte
Cuando el lenguaje verbal no está todavía desarrollado a niveles en que el niño sea capaz de expresarse en palabras con toda su intención y significado es posible que mucha información y expresión se dé a través de otras formas de comunicación como puede ser el movimiento corporal, el juego simbólico o la expresión a través de materiales plásticos. Los niños de esta edad son artistas innatos, su sentido de la intuición hace que puedan expresarse a través de las artes sin necesidad de demasiadas pautas, el arte es un medio de expresión que les pertenece y les resulta placentero y familiar.
Los años preescolares son descritos por Gardner (1990); como la “Edad de oro de la creatividad”, esta es la época en que todo niño irradia habilidades artísticas, sus creaciones son de carácter personal y muy imaginativas, el niño resulta muy seducido por materiales que pueda captar a través de los sentidos. La pintura puede significar un instrumento adecuado para la expresión y para el desarrollo del juego, ya que de forma natural los niños muestran conocimientos simbólicos e intuitivos y son capaces de crear obras pictóricas que representen simbólicamente su mundo. Las artes proporcionan al pequeño un marco especial de expresión en los cuales se sienten cómodos de expresar lo que sienten a través de símbolos.
Sin precisamente demasiado apoyo por parte de los adultos, la mayoría de los niños de dos años disfrutan garabateando. Y parecen descubrir por sí mismos un conjunto de maneras de hacer líneas, puntos y formas geométricas sencillas.
A la edad de tres o cuatro años, estos niños empiezan a dibujar de un modo figurativo: la figura humana, determinadas figuras animales y determinados objetos como árboles y soles se distribuyen por los lienzos del preescolar. Estas representaciones no son copias serviles de los objetos, ni dibujos de objetos, sino que, más bien, los niños de esta edad intentan crear un equivalente en forma gráfica de su concepción general del objeto (Gardner,1990, Pág. 43)
La mayoría de los niños en edad preescolar demuestran excitación cuando se le ofrece un material para trabajar, y a partir de eso comienzan a crear y a contar que es lo que están haciendo, arman historias que son capaces de contar verbalmente, o muchas veces prefieren no hablar ya que la creación plástica se convierte en una forma más fluida de lenguaje que las palabras,en donde puede representar las imágenes tal como se les presentan en su cabeza.


3. La importancia del desarrollo de la creatividad y el arte dentro del proceso de autonomía del niño

El niño: un ser creador
Según Winnicott( 1971) la creatividad es universal y corresponde a la condición del ser humano de sentirse vivo, la creatividad se ve reflejada en la capacidad que tiene el individuo de responder ante la realidad exterior y los fenómenos exteriores, y esta capacidad se puede ir enriqueciendo con la experiencia vital.
La capacidad creativa del niño tiene su origen en las relaciones objetales ( Winnicott, 1971) que el bebé establece con la madre y con objetos externos. En un comienzo es el ambiente posibilitador creado por la madre el que proporciona al niño la experiencia de omnipotencia creativa, la madre satisface las necesidades instintivas del niño sin frustrar ni privarlo. Gracias a la adaptación, la madre da al niño la oportunidad de crearse la ilusión del dominio mágico de los objetos. Posteriormente la tarea de la madre será la de desilusionar y frustrar al bebé en forma gradual para que éste pueda hacer frente a la pérdida de la omnipotencia, pero para ello es importante que antes le haya ofrecido al niño suficientes oportunidades de ilusión.
Según Winnicott el proceso de ilusión-desilusión es básico para la adaptación de la persona a la realidad y a través de éste, el niño, toma conciencia del mundo objetivo y su mundo subjetivo, la relación y tensión entre ambos es la que da al niño el impulso y la oportunidad de crear. La tensión entre la realidad objetiva y la subjetividad del niño se disipa en la zona intermedia del espacio transicional, pero para la formación de dicho espacio es básico que el niño halla aprendido a crear.
La creatividad refuerza la zona intermedia entre el sujeto y el exterior y a la vez un espacio transicional fuerte estimula el desarrollo de la creatividad. Las experiencias creativas ayudan los niños a expresar y enfrentar sus sentimientos, también fomenta el crecimiento mental en niños porque provee oportunidades para ensayar nuevas ideas y probar nuevas formas de pensar y de solucionar problemas.
Es importante que el niño pueda sentirse un ser creador, ya que el acto de creación en sí, reafirma el sentimiento de estar vivo y a la vez acentúa la subjetividad de la experiencia ya que intensifica el apoderamiento de la experiencia vital y el hecho de sentir que, es el propio niño el que está viviéndola, el que la está haciendo suya. La habilidad de ser creativo ayuda a consolidar la salud emocional de los niños, ya que la creatividad es la forma más libre de expresión propia, no hay nada más satisfactorio para los niños que poder expresarse completa y libremente, todo lo que los niños necesitan para ser verdaderamente creativos es la libertad para comprometerse y esforzarse en convertir la actividad en la cual están trabajando en algo propio, ya que toda actividad creativa es el proceso de la expresión propia que ayuda a reconocer y a celebrar el aspecto único de la subjetividad del niño, frente a la objetividad de la realidad.

Del objeto transicional al arte
En el proceso de autonomía del niño las relaciones con los objetos externos son de gran importancia, en un primer momento este objeto se verá representado por el cuerpo de la madre, luego este lugar lo ocuparán objetos que recordarán al niño la presencia materna, lo que Winnicott llama objetos transicionales, como una mantita o un peluche, por ejemplo.
Poco a poco estos objetos serán dejados de lado y este espacio de transición entre el niño y la realidad será ocupado por actividades creativas como el arte y la cultura ( Winnicott, 1971).
En este sentido el crecimiento del niño toma la forma de un intercambio continuo entre la realidad exterior e interior, por la cual cada una es enriquecida por la otra.
Al llegar a un estado de madurez el niño ha desarrollado un interior y un exterior y se va liberando del cuidado materno, en el interior del niño se encuentra su verdadero Yo, el cual, si es fuerte, puede relacionarse con la realidad externa sin sufrir traumas. El objeto transicional representa el viaje del niño desde la subjetividad pura a la objetividad, desde la indiferenciación con la madre a la aceptación de ésta como objeto exterior con el cual puede establecer una relación objetal. Para Winnicott, resulta más importante el hecho de que el objeto transicional represente a la madre y precisamente no sea la madre, esto indica que se ha aceptado algo como no-Yo, aunque este algo no sea tampoco del todo perteneciente a la realidad exterior /objetiva. Esta es la paradoja que en opinión del autor debe ser tolerada, de manera que no es operativo formular la pregunta de si el objeto transicional fue creado por el niño o le fue presentado desde el exterior, la aceptación de esta paradoja, supone la de todos aquellos fenómenos que no pueden ser considerados enteramente subjetivos ni objetivos, y que abarcan todo el campo de los fenómenos culturales. En este sentido si el objeto transicional se abandona y pierde importancia, no es porque desaparezca la zona de experiencia que éste expresa, sino porque precisamente su significación se ha extendido para abarcar todo el espacio propio de lo cultural (Winnicott, 1971). En condiciones de salud, hay una evolución desde el fenómeno de transición, y el uso de objetos transicionales hasta la plena capacidad para el juego. Con el tiempo estos objetos van perdiendo su función y simplemente se van desvaneciendo y se convierten en el grupo de fenómenos que se van ampliando hasta constituir todo el dominio del juego infantil y de las actividades e intereses culturales.
Potenciar el desarrollo de actividades artísticas en la edad preescolar puede facilitar su proceso de autonomía ya que a través de éstas el niño se apodera de la experiencia vital para hacerla suya, el acto de crear significa para el niño la comprensión de ser una persona subjetiva escindida de la realidad objetiva. El arte ejecutado de manera libre da reflejo al niño de que él es persona, ya que en esta actividad el niño pone en juego sus propias creencias y sentimientos para encontrarse a sí mismo, lejos de la protección materna y familiar.


Fragmento de Artículo: Arteterapia - Papeles de arteterapia y educación artística para la inclusión social 159Vol. 4/ 2009 (págs: 159-175).

jueves, 24 de septiembre de 2015

Sobre la Ira y el Resentimiento

Todos hemos sentido alguna vez la fuerza avasalladora de la rabia. En más de una ocasión se ha despertado en nosotros el deseo irrefrenable de hacer picadillo al que tenemos enfrente y, tal como dice el funesto refrán, “matar y comer del muerto”.
Una manera primitiva y carroñera de mostrar hasta cuánto somos capaces de odiar y hasta dónde llegaríamos para cumplir los designios destructivos de la más vigorosa de las emociones primarias. La ira es una bomba atómica en miniatura que nos imprime vigor y fortaleza. Aunque estamos acostumbrados a verla como una especie de Sansón torpe y retardado, la ira biológica no es tan irracional ni tan tonta. Más bien se trata de un aliado para los momentos difíciles, sin el cual no podríamos sobrevivir.


Descifrando la ira

Supongamos que colocamos una rata hambrienta en el extremo de un corredor, y en la otra punta un oliente y tentador queso tamaño industrial. Supongamos también que entre la rata y el queso ubicamos un vidrio transparente que no sea detectado por el roedor. Cuando soltemos el animal, éste correrá desesperado hacia el alimento hasta chocar con el vidrio. En el momento de la colisión, la rata no lamentará “lo que podría haber sido y no fue”, ni tampoco se sentará desconsoladamente a llorar, por el contrario, en su pequeño cuerpo un volcán bioquímico hará erupción, un estallido de poder la impulsará a insistir una y otra vez contra el obstáculo transparente: se habrá activado la ira. Cuanto más se estrelle, más será la firmeza. Si al cabo de algunos minutos el obstáculo no cede, la rata se resignará y su estado brioso dará lugar a un apaciguamiento natural: “Nada pudo hacerse”. Si por el contrario, el vidrio cede a las arremetidas, el queso será devorado. No hay puntos medios, todo o nada. En este sencillo experimento de laboratorio queda expuesto uno de los mecanismos más bellos del mundo animal: “cuando un obstáculo impide alcanzar una meta relevante para la supervivencia, el organismo desarrolla fuerza y vigor a través de la ira para tratar de destruir, eliminar o sacar del medio el estorbo. La versión humana de este ejemplo se llama frustración: si las cosas no son como nos gustaría que fueran, pataleta. Cuando nuestras expectativas psicológicas no se cumplen, el organismo nos da una sobredosis de empuje para que superemos el obstáculo como si se tratara de un impedimento físico real. Un respaldo biológico patrocinado por el cosmos.
En otro ejemplo, si tuviéramos un ratón metido a presión en un frasquito, es decir, atrapado y sin movimiento, se activaría un proceso similar. La cólera empezaría a producir los cambios hormonales necesarios para que el animalito pudiera romper el frasco y escapar. En este caso, la ira posibilita el escape y la libertad. En la psicología humana ocurre algo similar: cuando sentimos que estamos acosados o bajo presión, la mente envía el mensaje clave de “atrapado”, y aunque el encierro sea simbólico, la ira interviene rápidamente como si se tratara de una verdadera prisión. El universo nos quiere libres.
Finalmente, imaginémonos un pacífico conejito de angora encerrado en una jaula, al cual comenzamos a chuzar y molestar con un palo, una y otra vez. Al cabo de unos minutos, en el tierno y dulce animal comenzara a gestarse una transformación similar a la que se producía en el “Hombre Increíble”, pero menos espectacular y sin tanto verde. El dolor físico activará la bestia primitiva y atacará sin compasión al extraño agresor. Nuevamente la imprescindible ira habrá hecho su aparición, esta vez para destruir al contrincante y salvarse. Ante el dolor, el organismo segrega ira para suprimir el evento aversivo. A diario, cuando alguien nos ofende o nos lastima psicológicamente, de inmediato la biología genera rabia y adoptamos una posición defensiva y de choque como si estuviéramos frente a un depredador real; no importa qué tan irracional sea, otra vez el cuerpo le cree a la mente. La ira no pregunta ni consulta opiniones, simplemente nos impide agachar la cabeza.
En resumidas cuentas: ante los obstáculos, los encierros y los ataques, la emoción primaria de la ira actúa como un ángel de la guarda, que nos permite perseverar, escapar y defendernos.

Obviamente, la idea no es andar rabiosos todo el día, sintiéndonos orgullosos de pisarle la cabeza al vecino, sino hacer un uso adecuado de ella. Tanto la represión del Tipo C, como la hostilidad del Tipo A, nos alejan del lado bueno y saludable de la emoción. Adornar la ira, suavizarla, sanearla, adecuarla, canalizarla, pero finalmente expresarla y dar en el blanco. Por ejemplo, si alguien me está perjudicando en algún sentido, puedo callarme y acumular rencor, o enfrentarlo y hacerle saber lo que pienso, sin gritar, insultar o golpear, sencillamente sentando un precedente y descargando mi sentimiento. Aunque la ira implica destrucción, no es lo mismo que agresión. La agresión es la ira dirigida a violar los derechos de los otros. De manera similar, la violencia es la filosofía que respalda y sustenta un estilo agresivo y generalizado. Si la ira se vuelve enfermedad, ya sea por causas hormonales o psiquiátricas, la persona debe recibir ayuda profesional especializada.

Como no somos buenos observadores emocionales, muchas veces no encontramos la causa de nuestra irritabilidad y comienzan a pagar justos por pecadores. Este fenómeno, del que todos hemos sido víctimas alguna vez, se conoce como transferencia de la agresión y consiste en el siguiente principio irracional: “Si alguien me produce dolor o me ataca, y no puedo detenerlo, agredo al que está a mi lado”. Algo tan absurdo como decir: “Tengo tanta ira que debo entregársela a alguien”. El típico ejemplo del padre que llega a su casa después de doce horas de jornada laboral, harto, cansado y transpirando estrés, y se desquita con los hijos y la mujer, en vez de haberlo hecho con el jefe o el cliente. Imperdonable.
El desconocimiento de lo que significa la ira, nos lleva a no saber detectar las causas que la originan. Una paciente mujer consultó porque últimamente no se soportaba ni ella misma. Su familia le reclamaba más tolerancia y serenidad, y la calificaban como “una bomba de tiempo” dispuesta a estallar en cualquier momento. Ella nunca había sido así, pero en los últimos tres meses algo la impulsaba a ser agresiva y no era capaz de controlarlo. Aparentemente nada justificaba la irritabilidad y el mal genio de mi paciente. Recuerdo que durante varias citas tratamos de detectar alguna situación que hubiera podido incidir en su estado de ánimo y empezamos a descartar causas orgánicas, pero al parecer su vida era totalmente pacífica. Un día, durante una de las citas, recordó que tenía que llamar a su casa para darle unas indicaciones importantes a la muchacha del servicio, y apresuradamente comenzó a marcar su celular. Durante la conversación que sostuvo con la empleada, noté que su voz adquiría un tono grave y sus gestos se endurecían. Cuando colgó, luego de un suspiro profundo, recuperó el papel de paciente juiciosa: “Le pido disculpas, pero la niña del servicio es nueva y no ha resultado muy buena que digamos... Le tuve que avisar que no metiera recipientes metálicos al microondas... Ayer lavó una ropa de lino importada en la lavadora y la semana pasada le quemó una camisa a mi esposo... En fin... Mejor hablemos de cosas importantes...” Yo preferí seguir con la cuestión: “Pienso que el tema es muy importante. No sabía que se había quedado sin servicio. Debe de ser difícil hacerse cargo de todo y además entrenar a la nueva persona”. Ella se acomodó en la silla como si fuera a dar una larga disertación: “Más que difícil. Yo había tenido una durante diez años pero se fue sin avisar.. Imagínese... La que tengo ahora es un lío... No sabe lo que es una aceituna, nunca habías visto un horno microondas, no sabe cocinar... El otro día me tendió la cama con la sábana encima de la colcha...” A medida de que iba hablando, sus ojos se volvían más pequeños, el entrecejo se arrugaba, el cuerpo se engarrotaba, un rubor nada rozagante subía por su rostro y sus manos se encrespaban. Le pedí que verbalizara su sentimiento. Demoró un poco su respuesta, pero logró reconocer la emoción: “No sé, me exalté un poco, ¿verdad?... Creo que siento rabia... mucha rabia”, y comenzó a llorar. Su empleada de servicio de toda la vida la había abandonado hacía ocho meses y sus intentos por reemplazarla habían fracasado. He conocido amas de casa que prefieren la viudez a quedarse sin servicio. Le comenté que esa podía ser la razón de su mal, pero rechazó rápidamente la conclusión: “Sería ridículo consultar a un psicólogo por esa estupidez... ¡Con todos lo problemas graves que tienen las personas y yo verme afectada por una muchacha!... No creo... O si fuera así me sentiría como una tonta...”. Pero en realidad, ésa era la causa. En psicología no hay motivos de primera o segunda categoría, los acontecimientos vitales pueden ser de cualquier índole y afectar igualmente al sujeto. El origen no debe buscarse necesariamente en los famosos traumas freudianos, ni en los magnicidios de crónica policial, sino en las debilidades idiosincrásicas de cada uno. En el caso mencionado, los tres elementos disparadores de la ira se dieron cita: frustración de no poder recuperar una ayuda doméstica adecuada; presión, debido a la poca eficiencia de sus empleadas; y dolor por la poca comprensión de su familia. Un barril de pólvora con la mecha encendida. Cuando mi paciente logró detectar claramente la verdadera fuente de su malestar, pudo afrontar adecuadamente el problema y darle solución.


La mente inventa el rencor y el auto-castigo

La consecuencia de esconder, reprimir y disfrazar la ira, ha creado un evidente descuido frente a la posibilidad de integrarla constructivamente. Más aun, preferimos ignorarla para evitar problemas y postergar su ejecución. A la ira no manifestada y almacenada en el pasado, se la conoce como rencor o resentimiento.
Con el transcurso del tiempo, este encono puede convertirse en odio indiscriminado, y la destrucción adaptativa se transforma en aniquilamiento irracional. Ésta es la razón por la cual las personas que albergan resentimiento se vuelven amargadas, marchitas y enfermas. Este holocausto interior suele desbordar sus propios límites y arrasar con todo aspecto positivo, propio y ajeno. El rencor jamás se queda quieto, va socavando cada rincón del alma hasta eliminar todo vestigio de vida y bienestar, hasta convertirse en pura violencia. Uno de mis paciente hombres llegó a separarse de su mujer, pese a quererla mucho, porque fue incapaz de perdonar una descortesía de su suegra ocurrida ocho años antes. Ni los ruegos de sus hijos, ni el perdón solicitado por la señora, fueron capaces de aminorar el orgullo y el rencor de este pobre hombre. En otro caso, una señora que sufría de “iras malas” se metía debajo de la cama a gritar, insultar y maldecir los nombres de cada una de sus adversarias, algunas de ellas ya muertas. Como un televisor defectuoso, las imágenes de viejas rencillas se disparaban solas y el rencor asociado comenzaba a hacer de las suyas. El bloqueo sostenido de la ira desvirtúa su misión y la vuelve tóxica. Las personas que destilan veneno son víctimas de esta descomposición interior causada por una sobre-acumulación de iras sin procesar ni resolver.
Los estudios comparativos sobre resentimiento en animales y humanos muestran que los monos hacen las paces minutos después de las peleas, jugando y montándose unos sobre otros ceremonialmente. Curiosamente, y sin querer ofender a las feministas, en estos estudios, las hembras monos perdonan menos que los machos y pueden recordar los agravios el resto del día. Por su parte, los chimpancés se perdonan solamente horas después de la ofensa, por medio del contacto físico o haciendo el amor.
Estos resultados contrastan marcadamente con la duración del resentimiento en los humanos, que tal como sabemos, puede durar años, o incluso siglos, como en el caso de las guerras. Parecería que a más evolución, más memoria, pero también más resentimiento y menos pacificación.
Los individuos que acumulan demasiada ira, pueden desviarla hacia ellos mismos y caer en el auto-castigo despiadado: una forma moderna de “harakiri”. Las modalidades de auto-destrucción asumen las más variadas formas, algunas son directas y otras muy sofisticadas e inconscientes. A una de mis pacientes, solamente le gustaban los hombres que la aporreaban, física o psicológicamente. Cuando conocía un “buen tipo”, simplemente no sentía química. Reiteradamente me preguntaba: “¿Por qué los hombre que se acercan a mí son todos iguales?” Pero el azar no tenía nada que ver, ella los elegía. Al avanzar en la terapia quedó claro que albergaba un profundo odio contra sí misma, originado en viejas culpas, y que sus “malas elecciones” no eran otra cosa que una manera de castigarse para comprobar lo poco querible que era. En el mundo de las motivaciones psicológicas, nada es evidente. Las personas que restringen su autogratificación, de un modo u otro, no se quieren a sí mismas. De manera similar, cuando la auto-exigencia es alta y la auto-evaluación muy estricta, no solamente aporreamos nuestro yo, sino que comenzamos a entrar peligrosamente en los terrenos de la depresión.




Fuente: “De regreso a casa”, por W. Riso. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

El origen de la mentira está más allá: la soledad del mentiroso.

El origen de la mentira está más allá: la soledad del mentiroso.

Si en el plano educativo queremos abordar las cusas reales de la mentira, hay que analizar el comportamiento que requiere la mentira en su mismo origen, es decir, a nivel de la comunicación entre dos personas, y considerar que mentir, antes que ser “no decir algo VERDADERO a alguien”, es “DECIR algo a alguien”, poco importa que esta cosa sea cierta o falsa. La situación de mentira debe volver a situarse en una posición de comunicación o más exactamente, de no-comunicación entre dos personas.

La mentira nace del aislamiento afectivo o intelectual, sentido o real, del mentiroso, ya que la mentira depende de las dos personas que se relacionan, tanto de la que expresa como de la que recibe la información. De ese modo, el niño puede decir algo que será una mentira sólo para el adulto, cuando en realidad lo que dice es mentira sólo para el adulto; el niño, afectiva e intelectualmente, no podía decir otra cosa.

La mentira es la falsificación de los datos de la comunicación, bien porque esté o se crea aislado afectiva o intelectualmente, bien porque “quiere” aislarse afectivamente. Ahora bien, si uno trata de aislarse afectivamente es porque se juzga, de manera consciente o no, que los demás son incapaces o indignos de comprender nuestra situación. Puede haber, pues, situaciones de mentira distintas a las verbales. Efectivamente, es posible comunicarse con otro por otro medio que la palabra y hacerse entender con mímica, gestos, miradas, actitudes, lo que se puede percibir. Incluso, la psiquiatría tiende a considerar algunas alteraciones patológicas, algunas enfermedades psicosomáticas como formas sutiles de la mentira en sí misma: el sujeto utiliza un lenguaje inadecuado, el síntoma, para comunicarse con el otro. Así existen personas que no pueden recobrarse del todo de determinadas enfermedades ya que, en esa situación de “enfermos”, obtienen más ventajas afectivas que en su situación normal; les prestan más cuidados. Por consiguiente, les resulta difícil pasar de este estadio, en que tienen la impresión de que les quieren más, al estadio de la curación en el que volverán a ser autónomos, sencillamente porque, inconscientemente, no pueden admitir que necesitan el amor de los demás: así, pues mantienen sus síntomas.

De este modo, se comprende porqué las reacciones de los educadores, tanto si son padres como maestros, son a menudo tan poco eficaces frente a la mentira. Obedecen al mismo mecanismo que la propia mentira. Son, como ella, clasificadas entre las conductas llamadas elusivas, que tratan de suprimir un obstáculo negándolo. Ahora bien, existen diversas maneras de negar un obstáculo: suprimirlo, ignorarlo, despreciarlo; en una palabra, evitar toda confrontación con él.

Al despreciar al mentiroso, por ejemplo, se le refuerza en la idea de su aislamiento, probándole manu militari que cambiar es cuestión suya, ni nuestra, y de ese modo se le obliga a continuar en su aislamiento, entre otras cosas mediante la mentira, puesto que él se considera incomprendido. ¡Lo contrario de lo que se trataba de conseguir!

El estudio de la mentira en el niño va, pues, a delimitar los problemas psicológicos de la comunicación, problemas que se refieren conjuntamente:
  • A la funciones propias del lenguaje;
  • A la psicología infantil:
  • A la situación dual de la mentira.




Fuente: Gérard Broyer, “¿Por qué mienten los niños? Editorial Planeta. Pp. 21-24.



¿A qué llamamos mentira?

¿A qué llamamos mentira?

¿A qué llamamos mentira? Para la mayoría de la gente, la mentira es esencialmente una afirmación contraria a la verdad, enunciada por un individuo y dirigida a otro a fin de obtener alguna ventaja: evitar un castigo, evitar un desprecio, obtener una recompensa…; y nos perderíamos en el análisis de los móviles y las causas que han impulsado a mentir. Con la mentira entramos, pues, directamente en el terreno moral, puesto que nos sentimos inclinados, como consecuencia de la reacción impulsiva, a juzgarla en función de las intenciones de su autor: no sólo en función de las ventajas que éste último podría supuestamente obtener, sino también en función de a quién se dirige la mentira y de quién se obtienen las ventajas. Generalmente, se considera que está mal mentir a los padres, menos mal mentir a los compañeros y se excusa fácilmente a aquel que miente a un mentiroso: es casi de buena ley.

Así pues, la clasificación de las mentiras se hace siempre siguiendo una escala de valor de Bien o Mal, y las reacciones o acciones educativas se realizan en función de estos criterios morales: existen buenas mentiras, a las que apenas se presta atención, que pasan inadvertidas, y las Mentiras, que sí son reprensibles.

Sin embargo, es poco frecuente que se hable de buenas mentiras de los niños. Cuando un padre dice “Mi hijo miente”, sólo cita como ejemplo mentiras habitualmente reprobables: “Nos decía que trabajaba mucho en clase, y sus notas son catastróficas”. “Pero lo hacía para divertirse por la tarde en lugar de hacer sus deberes o aprender la lección”, se apresuran a añadir: “”Mi hijo me ha dicho que llegó tarde de la escuela porque discutió con una vecina, mientras que en realidad había acompañado a un compañero a su casa, que le habíamos prohibido hacer…”. Los ejemplos abundan.



Dicho de otra manera, lo que más llama la atención de los padres y, por consiguiente, lo que más los escandaliza es el aspecto que juzgan vergonzoso de las mentiras de sus hijos.

En realidad, las mentiras son múltiples y se utilizan cotidianamente. Las mentiras socialmente admitidas son tan frecuentes que ya no las percibimos. El ejemplo más corriente es el de la cortesía que nos obliga a decir a alguien que su visita nos complace, cuando en realidad nos inoportuna sobremanera, a dar las gracias a alguien por su “bonito regalo” cuando lo encontramos de extraordinario mal gusto. Asimismo existen mentiras piadosas que hay que decir: afirmar a un enfermo, para levantarle la moral, que pronto se restablecerá aun sabiendo que va para largo, ocultarle la naturaleza de su mal si sabemos que está condenado. Y cuando se dice que “la verdad sale de la boca de los niños”, lo que se viola es la regla de estas mentiras socialmente admitidas: el niño, al no conocer todavía la sutilidad de las convenciones sociales, dice “la verdad”, sin preocupaciones de su falta de delicadeza hacia los demás, mientras que será perfectamente capaz de decir una mentira unos instantes después.

La mentira resulta aún menos intolerable cuando tiene como objetivo esencial engañar a otro con disimulo y, aunque parezca paradójico, se puede sospechar que alguien miente cuando está diciendo la verdad. Hay que reconocer, por lo tanto, que en el terreno práctico esa forma de mentira es particularmente eficaz: así ocurre en los juegos de “bluff”, se puede tratar de mentir al adversario anunciándole los tantos propios, pensando que el adversario, engañado por ese comportamiento poco habitual, no nos creerá y tratará de hacer su juego sin contar con las cartas que le hemos descubierto.

Así pues, nada resulta más elástico ni más confuso que esta noción de mentira. Si uno se pone a mentir diciendo la verdad, tal vez resultara interesante tratar de comprender lo que es mentir.

Efectivamente, cuando tratamos de explicar la mentira, nos percatamos, incluso antes de abordar el estadio de la comprensión, de que la resistencia intelectual y afectiva de los educadores a admitir el concepto psicológico de la mentira infantil, es muy grande. De una parte, porque el hábito de pensar que el punto de vista del adulto debe tomarse como referencia, está arraigado desde hace tiempo en las mentalidades; de otra parte, porque el adulto se siente incómodo ante la mentira de su hijo y prefiere, evitando reconsiderar su forma de educar y descargando la responsabilidad de la mentira sobre el mentiroso, adoptar una actitud afectivamente más económica.

¿Comprender la mentira? ¿Por qué hacerlo? ¿Es necesario comprenderlo todo, explicarlo todo? De ahí que se intente excusar a algunos niños o adolescentes que no valen la pena, y excusar es una actitud de debilidad, excusando no se actúa.

Para muchos, interesarse por el caso del mentiroso es perder el tiempo ya que estiman que algunos niños son mentirosos como otros son afectuosos, buenos, abiertos, francos; no hay que buscar más lejos las causas de estas mentiras y, del vicio moral que se considera el acto de mentir, se franquea alegremente el límite que nos separa de la tara psíquica. En otras palabras, se considera que el mentiroso padece una malformación psíquica que le impide ser como los demás y “decir la verdad”. Y ello explica que, muy a menudo, padres y educadores se horroricen cuando se enteran o se dan cuenta de que su hijo “dice mentiras” y que tengan, entonces, reacciones más o menos vivas según su personalidad.

La mayor parte del tiempo, sintiéndose algo culpables de la conducta de su hijo, lanzarán sobre sí mismos y sobre la educación que le han dado juicios despreciativos. Por ejemplo, se harán reflexiones de este tipo “¿Es “eso” mi hijo…?, ¿Es “eso” el resultado de mi educación y de mis desvelos?, ¡Eso no es lo que le he enseñado!, ¡Este niño no tiene confianza en mí, o no me quiere!”

La lógica de este razonamiento consciente, pero sobre todo inconsciente, se traducirá prácticamente por comportamientos muy diferentes que serán el reflejo del carácter de cada uno. Estos comportamientos, a veces totalmente opuestos, pueden dimanar de los tipos siguientes:
  • Replegarse en sí mismo, diciendo que se es muy desgraciado por tener que soportar un niño “tarado” de este tipo; o, lo que es lo mismo, hacer que los demás se lo digan con frecuencia, que se quejen cuando no les afecta directamente. En cuanto al niño, se le continúa educando, a pesar de todo, en el sentido estricto de la palabra, porque se tiene el sentido del deber y de la moral, aunque él no lo tenga.
  • Desligarse afectivamente del mentiroso: es un medio como otro de no volver a experimentar ninguna decepción provocada por las rarezas de su comportamiento; el mentiroso se convierte poco menos que un desconocido, todo lo que hace y dice no nos interesa sino en el plan de anécdota.
  • Arremangarse  y tomar por su cuenta los viejos principios educativos que siempre han dado resultado de los tiempos en que la psicología no turbaba los espíritus con sus complejos y sus rechazos. Se recurre entonces primeramente a los castigos corporales, la azotaina o el reglazo; a la privación del postre; a la supresión de la aportación semanal, de salir etc. Y el etcétera no va muy lejos, ya que es preciso mucho ingenio para encontrar castigos originales susceptibles de ser eficaces.
  • Finalmente, al contrario que el caso procedente, se puede redoblar la atención  hacia ese pobre pequeño, que ya tiene bastante problema con no poder percibir la verdad y que necesitará a su papá o a su mamá. En este casi, efectivamente, se considera que el niño miente porque no se han ocupado suficientemente de él y ha estado sometido a influencias nocivas. Por lo tanto, hay que redoblar la atención y los cuidados para purificar sus relaciones y sustraerle a un contorno social nefasto (las malas compañías).


A pesar de lo diferentes que son unos de otros, estos comportamientos educativos tienen, sin embargo, un punto común inesperado: su total falta de eficacia o incluso, lo que es peor, el incremento de la mentira. Efectivamente, en la base de esas actitudes se encuentra un vicio de razonamiento, el de creer que la mentira procede esencialmente del mentiroso y que el punto de vista del adulto prevalece para definir lo que es cierto o falso, bueno o malo.

De una parte, la verdad reposa esencialmente sobre una noción de contrato social: es verdadero lo que está socialmente admitido, de otra parte, la percepción de lo real depende de la personalidad de cada uno. Por eso, tratándose de los niños, los psicólogos hablarán de pseudomentiras, ya que para que exista una auténtica mentira, es decir, para que el autor lo haga con pleno conocimiento de causa, es necesario un desarrollo psicológico que el niño es a menudo incapaz de obtener antes de los ocho o nueve años.



Fuente: Gérard Broyer, “¿Por qué mienten los niños? Editorial Planeta. Pp. 14-20.



La Teoría de Lawrance Kohlberg sobre el Desarrollo Moral

Kohlberg comparte con Piaget la creencia en que la moral se desarrolla en cada individuo pasando por una serie de fases o etapas. Estas etapas son las mismas para todos los seres humanos y se dan en el mismo orden, creando estructuras que permitirán el paso a etapas posteriores. Sin embargo, no todas las etapas del desarrollo moral surgen de la maduración biológica como en Piaget, estando las últimas ligadas a la interacción con el ambiente. El desarrollo biológico e intelectual es, según esto, una condición necesaria para el desarrollo moral, pero no suficiente. Además, según Kohlberg, no todos los individuos llegan a alcanzar las etapas superiores de este desarrollo.

El paso de una etapa a otra se ve en este autor como un proceso de aprendizaje irreversible en el que se adquieren nuevas estructuras de conocimiento, valoración y acción. Estas estructuras son solidarias dentro de cada etapa, es decir, actúan conjuntamente y dependen las unas de la puesta en marcha de las otras. Kohlberg no encuentra razón para que, una vez puestas en funcionamiento, dejen de actuar, aunque sí acepta que se produzcan fenómenos de desajuste en algunos individuos que hayan adquirido las estructuras propias de la etapa de un modo deficiente. En este caso los restos de estructuras de la etapa anterior podrían actuar aún, dando la impresión de un retroceso en el desarrollo.

Kohlberg extrajo las definiciones concretas de sus etapas del desarrollo moral de la investigación que realizó con niños y adolescentes de los suburbios de Chicago, a quienes presentó diez situaciones posibles en las que se daban problemas de elección moral entre dos conductas. El análisis del contenido de las respuestas, el uso de razonamientos y juicios, la referencia o no a principios, etc. -se analizaron treinta factores diferentes en todos los sujetos- fue la fuente de la definición de las etapas. Posteriormente, y para demostrar que estas etapas eran universales, Kohlberg realizó una investigación semejante con niños de una aldea de Taiwan, traduciendo sus dilemas morales al chino y adaptándolos un poco a la cultura china.


El desarrollo moral comenzaría con la etapa cero, donde se considera bueno todo aquello que se quiere y que gusta al individuo por el simple hecho de que se quiere y de que gusta. Una vez superado este nivel anterior a la moral se produciría el desarrollo según el esquema que presentamos a continuación.