domingo, 13 de septiembre de 2015

¿A qué llamamos mentira?

¿A qué llamamos mentira?

¿A qué llamamos mentira? Para la mayoría de la gente, la mentira es esencialmente una afirmación contraria a la verdad, enunciada por un individuo y dirigida a otro a fin de obtener alguna ventaja: evitar un castigo, evitar un desprecio, obtener una recompensa…; y nos perderíamos en el análisis de los móviles y las causas que han impulsado a mentir. Con la mentira entramos, pues, directamente en el terreno moral, puesto que nos sentimos inclinados, como consecuencia de la reacción impulsiva, a juzgarla en función de las intenciones de su autor: no sólo en función de las ventajas que éste último podría supuestamente obtener, sino también en función de a quién se dirige la mentira y de quién se obtienen las ventajas. Generalmente, se considera que está mal mentir a los padres, menos mal mentir a los compañeros y se excusa fácilmente a aquel que miente a un mentiroso: es casi de buena ley.

Así pues, la clasificación de las mentiras se hace siempre siguiendo una escala de valor de Bien o Mal, y las reacciones o acciones educativas se realizan en función de estos criterios morales: existen buenas mentiras, a las que apenas se presta atención, que pasan inadvertidas, y las Mentiras, que sí son reprensibles.

Sin embargo, es poco frecuente que se hable de buenas mentiras de los niños. Cuando un padre dice “Mi hijo miente”, sólo cita como ejemplo mentiras habitualmente reprobables: “Nos decía que trabajaba mucho en clase, y sus notas son catastróficas”. “Pero lo hacía para divertirse por la tarde en lugar de hacer sus deberes o aprender la lección”, se apresuran a añadir: “”Mi hijo me ha dicho que llegó tarde de la escuela porque discutió con una vecina, mientras que en realidad había acompañado a un compañero a su casa, que le habíamos prohibido hacer…”. Los ejemplos abundan.



Dicho de otra manera, lo que más llama la atención de los padres y, por consiguiente, lo que más los escandaliza es el aspecto que juzgan vergonzoso de las mentiras de sus hijos.

En realidad, las mentiras son múltiples y se utilizan cotidianamente. Las mentiras socialmente admitidas son tan frecuentes que ya no las percibimos. El ejemplo más corriente es el de la cortesía que nos obliga a decir a alguien que su visita nos complace, cuando en realidad nos inoportuna sobremanera, a dar las gracias a alguien por su “bonito regalo” cuando lo encontramos de extraordinario mal gusto. Asimismo existen mentiras piadosas que hay que decir: afirmar a un enfermo, para levantarle la moral, que pronto se restablecerá aun sabiendo que va para largo, ocultarle la naturaleza de su mal si sabemos que está condenado. Y cuando se dice que “la verdad sale de la boca de los niños”, lo que se viola es la regla de estas mentiras socialmente admitidas: el niño, al no conocer todavía la sutilidad de las convenciones sociales, dice “la verdad”, sin preocupaciones de su falta de delicadeza hacia los demás, mientras que será perfectamente capaz de decir una mentira unos instantes después.

La mentira resulta aún menos intolerable cuando tiene como objetivo esencial engañar a otro con disimulo y, aunque parezca paradójico, se puede sospechar que alguien miente cuando está diciendo la verdad. Hay que reconocer, por lo tanto, que en el terreno práctico esa forma de mentira es particularmente eficaz: así ocurre en los juegos de “bluff”, se puede tratar de mentir al adversario anunciándole los tantos propios, pensando que el adversario, engañado por ese comportamiento poco habitual, no nos creerá y tratará de hacer su juego sin contar con las cartas que le hemos descubierto.

Así pues, nada resulta más elástico ni más confuso que esta noción de mentira. Si uno se pone a mentir diciendo la verdad, tal vez resultara interesante tratar de comprender lo que es mentir.

Efectivamente, cuando tratamos de explicar la mentira, nos percatamos, incluso antes de abordar el estadio de la comprensión, de que la resistencia intelectual y afectiva de los educadores a admitir el concepto psicológico de la mentira infantil, es muy grande. De una parte, porque el hábito de pensar que el punto de vista del adulto debe tomarse como referencia, está arraigado desde hace tiempo en las mentalidades; de otra parte, porque el adulto se siente incómodo ante la mentira de su hijo y prefiere, evitando reconsiderar su forma de educar y descargando la responsabilidad de la mentira sobre el mentiroso, adoptar una actitud afectivamente más económica.

¿Comprender la mentira? ¿Por qué hacerlo? ¿Es necesario comprenderlo todo, explicarlo todo? De ahí que se intente excusar a algunos niños o adolescentes que no valen la pena, y excusar es una actitud de debilidad, excusando no se actúa.

Para muchos, interesarse por el caso del mentiroso es perder el tiempo ya que estiman que algunos niños son mentirosos como otros son afectuosos, buenos, abiertos, francos; no hay que buscar más lejos las causas de estas mentiras y, del vicio moral que se considera el acto de mentir, se franquea alegremente el límite que nos separa de la tara psíquica. En otras palabras, se considera que el mentiroso padece una malformación psíquica que le impide ser como los demás y “decir la verdad”. Y ello explica que, muy a menudo, padres y educadores se horroricen cuando se enteran o se dan cuenta de que su hijo “dice mentiras” y que tengan, entonces, reacciones más o menos vivas según su personalidad.

La mayor parte del tiempo, sintiéndose algo culpables de la conducta de su hijo, lanzarán sobre sí mismos y sobre la educación que le han dado juicios despreciativos. Por ejemplo, se harán reflexiones de este tipo “¿Es “eso” mi hijo…?, ¿Es “eso” el resultado de mi educación y de mis desvelos?, ¡Eso no es lo que le he enseñado!, ¡Este niño no tiene confianza en mí, o no me quiere!”

La lógica de este razonamiento consciente, pero sobre todo inconsciente, se traducirá prácticamente por comportamientos muy diferentes que serán el reflejo del carácter de cada uno. Estos comportamientos, a veces totalmente opuestos, pueden dimanar de los tipos siguientes:
  • Replegarse en sí mismo, diciendo que se es muy desgraciado por tener que soportar un niño “tarado” de este tipo; o, lo que es lo mismo, hacer que los demás se lo digan con frecuencia, que se quejen cuando no les afecta directamente. En cuanto al niño, se le continúa educando, a pesar de todo, en el sentido estricto de la palabra, porque se tiene el sentido del deber y de la moral, aunque él no lo tenga.
  • Desligarse afectivamente del mentiroso: es un medio como otro de no volver a experimentar ninguna decepción provocada por las rarezas de su comportamiento; el mentiroso se convierte poco menos que un desconocido, todo lo que hace y dice no nos interesa sino en el plan de anécdota.
  • Arremangarse  y tomar por su cuenta los viejos principios educativos que siempre han dado resultado de los tiempos en que la psicología no turbaba los espíritus con sus complejos y sus rechazos. Se recurre entonces primeramente a los castigos corporales, la azotaina o el reglazo; a la privación del postre; a la supresión de la aportación semanal, de salir etc. Y el etcétera no va muy lejos, ya que es preciso mucho ingenio para encontrar castigos originales susceptibles de ser eficaces.
  • Finalmente, al contrario que el caso procedente, se puede redoblar la atención  hacia ese pobre pequeño, que ya tiene bastante problema con no poder percibir la verdad y que necesitará a su papá o a su mamá. En este casi, efectivamente, se considera que el niño miente porque no se han ocupado suficientemente de él y ha estado sometido a influencias nocivas. Por lo tanto, hay que redoblar la atención y los cuidados para purificar sus relaciones y sustraerle a un contorno social nefasto (las malas compañías).


A pesar de lo diferentes que son unos de otros, estos comportamientos educativos tienen, sin embargo, un punto común inesperado: su total falta de eficacia o incluso, lo que es peor, el incremento de la mentira. Efectivamente, en la base de esas actitudes se encuentra un vicio de razonamiento, el de creer que la mentira procede esencialmente del mentiroso y que el punto de vista del adulto prevalece para definir lo que es cierto o falso, bueno o malo.

De una parte, la verdad reposa esencialmente sobre una noción de contrato social: es verdadero lo que está socialmente admitido, de otra parte, la percepción de lo real depende de la personalidad de cada uno. Por eso, tratándose de los niños, los psicólogos hablarán de pseudomentiras, ya que para que exista una auténtica mentira, es decir, para que el autor lo haga con pleno conocimiento de causa, es necesario un desarrollo psicológico que el niño es a menudo incapaz de obtener antes de los ocho o nueve años.



Fuente: Gérard Broyer, “¿Por qué mienten los niños? Editorial Planeta. Pp. 14-20.



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