Ser hombre, al menos en los términos que demanda la cultura,
no es tan fácil. Esta afirmación, descarada para las feministas y
desconcertante para los machistas, refleja una realidad encubierta a la que
deben enfrentarse día a día miles de varones para cumplir el papel de una
masculinidad tonta, bastante superficial y potencialmente suicida.
Pese a que la mayoría de los hombres aún permanecen fieles a
los patrones tradicionales del “macho” que les fueron inculcados en la niñez,
existe un movimiento de liberación masculina cada vez más numeroso, que rehúsa
ser víctima de una sociedad evidentemente contradictoria frente a su desempeño.
Mientras un grupo considerable de mujeres pide a gritos mayor compasión, afecto
y ternura de sus parejas masculinas, otras huyen aterradas ante un hombre “demasiado
suave”. Los padres hombres suelen exigir a sus hijos varones una dureza
inquebrantable, y las maestras de escuela un refinamiento tipo lord inglés. El mercadeo
de la supervivencia cotidiana propone una competencia tenaz y una lucha fratricida,
mientras que la familia espera el regreso a casa de un padre y un marido
sonriente, alegre y pacífico. De un lado el poder, el éxito y el dinero como
estándares de autorrealización masculina, y del otro la virtud religiosa de la
sencillez y la humildad franciscana como indicadores de crecimiento espiritual.
Una jovencita de 19 años describía su hombre idea así: “Me
gustaría que fuera seguro de sí mismo, pero que también saque su lado débil de
vez en cuando; tierno y cariñoso pero no empalagoso; exitoso, pero no obsesivo;
que se haga cargo de una, pero que no sea absorbente; intelectual, pero que
también sea hábil con las manos…”. Cuando terminó su larga descripción le
contesté que un hombre así sería un interesante caso de personalidad múltiple.
No es tan sencillo ser, al mismo tiempo, fuerte y frágil,
seguro y dependiente, rudo y tierno, ambicioso y desprendido, eficiente y
tranquilo, agresivo y respetuoso, trabajador y casero. El desear alcanzar estos
puntos medios, que entre tantas cosas aún nadie ha podido definir claramente,
creó en la mayoría de los hombres un sentimiento de frustración permanente: no
damos en el clavo. Esta información contradictoria lleva al varón, desde la
misma infancia, a ser un equilibrista de las expectativas sociales: a intentar
quedar bien con Dios y con el Diablo.
No me refiero a los típicos machistas, sino a esos hombres
que aman a sus esposas y a sus hijos de manera honesta y respetuosa, pero que
han podido desarrollar su potencial humano masculino por miedo o simple
ignorancia. Hablo del varón que teme llorar para que no lo tilden de
homosexual, del que sufre por no conseguir sustento, de que no es capaz de
desfallecer porque “los hombres no se dan por vencidos”, de que ha perdido la
posibilidad de abrazar y besar tranquilamente a sus hijos, estoy mencionando al
hombre que se autoexige, que ha perdido el derecho a la intimidad y que debe
mostrarse inteligente, poderoso para ser respetado y amado. En fin, estoy
aludiendo al varón que se debate permanentemente entre los polos de una difusa
y contradictoria identificación, tratando de satisfacer las demandas
irracionales de una sociedad que él mismo ha diseñado y que, aunque se diga lo
contrario, aún no está preparada para ver sufrir a un hombre de ‘pelo en pecho’.
Muchos hombres reclaman el derecho a ser débiles, sensibles,
miedosos e inútiles, sino que por tal razón se los cuestione. El derecho a
poder hablar sobre lo que sienten y piensan, no desde la soberbia no para
justificarse de los ataques insanos del resentimiento feminista, sino desde la
más honda sinceridad.
Fragmento (Introducción) del libro: “Intimidades masculinas”,
por Walter Riso.
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