El sentido del sufrimiento
Cuando uno se enfrenta con una situación inevitable, insoslayable,
siempre que uno tiene que enfrentarse a un destino que es imposible cambiar,
por ejemplo, una enfermedad incurable, un cáncer que no puede operarse,
precisamente entonces se le presenta la oportunidad de realizar el valor
supremo, de cumplir el sentido más profundo, cual es el del sufrimiento. Porque
lo que más importa de todo es la actitud que tomemos hacia el sufrimiento,
nuestra actitud al cargar con ese sufrimiento.
Citaré un ejemplo muy claro: en una ocasión, un viejo doctor en
medicina general me consultó sobre la fuerte depresión que padecía. No podía
sobreponerse a la pérdida de su esposa, que había muerto hacía dos años y a
quien él había amado por encima de todas las cosas. ¿De qué forma podía
ayudarle? ¿Qué decirle? Pues bien, me abstuve de decirle nada y en vez de ello
le espeté la siguiente pregunta: "¿Qué hubiera sucedido, doctor, si usted
hubiera muerto primero y su esposa le hubiera sobrevivido?"
"¡Oh!", dijo, "¡para ella hubiera sido terrible, habría sufrido
muchísimo!" A lo que le repliqué: "Lo ve, doctor, usted le ha
ahorrado a ella todo ese sufrimiento; pero ahora tiene que pagar por ello
sobreviviendo y llorando su muerte."
No dijo nada, pero me tomó la mano y, quedamente, abandonó mi
despacho. El sufrimiento deja de ser en cierto modo sufrimiento en el momento
en que encuentra un sentido, como puede serlo el sacrificio.
Claro está que en este caso no hubo terapia en el verdadero sentido de
la palabra, puesto que, para empezar, su sufrimiento no era una enfermedad y,
además, yo no podía dar vida a su esposa. Pero en aquel preciso momento sí
acerté a modificar su actitud hacia ese destino inalterable en cuanto a
partir de ese momento al menos podía encontrar un sentido a su sufrimiento.
Uno de los postulados, básicos de la logoterapia estriba en que el
interés principal del hombre no es encontrar el placer, o evitar el dolor, sino
encontrarle un sentido a la vida, razón por la cual el hombre está dispuesto
incluso a sufrir a condición de que ese sufrimiento tenga un sentido.
Ni que decir tiene que el sufrimiento no significará nada a menos que
sea absolutamente necesario; por ejemplo, el paciente no tiene por qué
soportar, como si llevara una cruz, el cáncer que puede combatirse con una
operación; en tal caso sería masoquismo, no heroísmo.
La psicoterapia tradicional ha tendido a restaurar la capacidad del
individuo para el trabajo y para gozar de la vida; la logoterapia también
persigue dichos objetivos y aún va más allá al hacer que el paciente recupere
su capacidad de sufrir, si fuera necesario, y por tanto de encontrar un sentido
incluso al sufrimiento. En este contexto, Edith Weisskopf-Joelson, catedrática
de psicología de la Universidad de Georgia, en su artículo sobre logoterapia4
defiende que "nuestra filosofía de la higiene mental al uso insiste en la
idea de que la gente tiene que ser feliz, que la infelicidad es síntoma de
desajuste. Un sistema tal de valores ha de ser responsable del hecho de que el
cúmulo de infelicidad inevitable se vea aumentado por la desdicha de ser
desgraciado". En otro ensayo5 expresa la esperanza de que la
logoterapia "pueda contribuir a actuar en contra de ciertas tendencias
indeseables en la cultura actual estadounidense, en la que se da al que sufre
incurablemente una oportunidad muy pequeña de enorgullecerse de su sufrimiento
y de considerarlo enaltecedor y no degradante", de forma que "no sólo
se siente desdichado, sino avergonzado además por serlo".
Hay situaciones en las que a uno
se le priva de la oportunidad de ejecutar su propio trabajo y de disfrutar de
la vida, pero lo que nunca podrá desecharse es la inevitabilidad del
sufrimiento. Al aceptar el reto de sufrir valientemente, la vida tiene hasta el
último momento un sentido y lo conserva hasta el fin, literalmente hablando. En
otras palabras, el sentido de la vida es de tipo incondicional, ya que
comprende incluso el sentido del posible sufrimiento.
Traigo ahora a la memoria lo que tal vez constituya la experiencia más
honda que pasé en un campo de concentración. Las probabilidades de sobrevivir
en uno de estos campos no superaban la proporción de 1 a 28 como puede
verificarse por las estadísticas. No parecía posible, cuanto menos probable,
que yo pudiera rescatar el manuscrito de mi primer libro, que había escondido
en mi chaqueta cuando llegué a Auschwitz. Así pues, tuve que pasar el mal trago
y sobreponerme a la pérdida de mi hijo espiritual. Es más, parecía como si nada
o nadie fuera a sobrevivirme, ni un hijo físico, ni un hijo espiritual, nada
que fuera mío. De modo que tuve que enfrentarme a la pregunta de si en tales
circunstancias mi vida no estaba huérfana de cualquier sentido.
Aún no me había dado cuenta de que ya me estaba reservada la respuesta
a la pregunta con la que yo mantenía una lucha apasionada, respuesta que muy
pronto me sería revelada. Sucedió cuando tuve que abandonar mis ropas y heredé
a cambio los harapos de un prisionero que habían enviado a la cámara de gas
nada más poner los pies en la estación de Auschwitz. En vez de las muchas
páginas de mi manuscrito encontré en un bolsillo de la chaqueta que acababan de
entregarme una sola página arrancada de un libro de oraciones en hebreo, que
contenía la más importante oración judía, el Shema Yisrael. ¿Cómo
interpretar esa "coincidencia" sino como el desafío para vivir mis
pensamientos en vez de limitarme a ponerlos en el papel?
Un poco más tarde, según recuerdo, me pareció que no tardaría en
morir. En esta situación crítica, sin embargo, mi interés era distinto del de
mis camaradas. Su pregunta era: "¿Sobreviviremos a este campo? Pues si no,
este sufrimiento no tiene sentido." La pregunta que yo me planteaba era
algo distinta: "¿Tienen todo este sufrimiento, estas muertes en torno mío,
algún sentido? Porque si no, definitivamente, la supervivencia no tiene
sentido, pues la vida cuyo significado depende de una casualidad —ya se
sobreviva o se escape a ella— en último término no merece ser vivida."
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