El planteamiento del
problema (De cómo la mente puede llegar a ser un estorbo).
Los
seres humanos vivimos enfrascados en una milenaria disputa interna difícil de
resolver. Nos pasamos la mitad del tiempo tratando de maquillar esos incómodos
rasgos animales, que casi siempre asoman, y el tiempo restante exhibiendo la
supuesta grandiosidad de un cerebro cada vez más evolucionado, protuberante y peligroso.
Vivimos enredados entre lo que nos gustaría hacer y lo que deberíamos. Dos sistemas
de procesamiento aparentemente irreconciliables pugnan por imponerse: uno es
prepotente, directo y emocional; el otro, solapado, astuto y racional.
Emoción vs. razón, un dilema sin resolver: la típica representación de la
mente cabalgando sobre el potro salvaje de los instintos.
Como resulta obvio para
la generación tecnológica, las preferencias están marcadamente inclinadas a
favor de la inteligencia artificial. Las incautas emociones son consideradas
como un exabrupto de la naturaleza, a veces necesarias, pero sin lugar a dudas
retrógradas. Admiramos mucho más a la persona que logra contener sus emociones
hasta constiparse, que aquélla que suelta un grito de felicidad en una biblioteca
pública porque encontró el poema perdido. Privilegiamos demasiado lo mental, a
expensas de lo natural.
Si las emociones son un
subproducto arcaico del cerebro, amenazante en potencia y desagradable en
esencia, ¿para qué exhibirlas? Además, poder doblegarlas estaría demostrando la
supremacía del hombre civilizado sobre la bestia. Desde pequeños nos
condicionan a no sentir demasiado, no vaya a ser cosa que nos deshumanicemos,
como si lo exclusivamente humano fuera pensar. Nos encantan los niños que no
gritan, que duermen mucho, que no lloran, que casi no defecan y que no se mueven
mucho. Nos fascinan las personas que parecen plantas. Algunas mamás no crían
niños, los riegan.
Las antiguas raíces
prehistóricas del hombre siempre han sido un dolor de cabeza para los
defensores de la razón, una irritante espina clavada en el "álter
ego" de la cultura civilizada, que inexorablemente nos recuerda de dónde
venimos. De ahí la importancia atribuida por muchos a saber camuflar y
desterrar esos desagradables residuos del pasado animal. En una tertulia a la
que fui invitado recientemente, uno de los participantes, defensor acérrimo de
la mente, expresó su posición diciendo: "Al menos en este aspecto,
parecería que Dios podría haberlo hecho mejor: ¿Qué necesidad tenía de
emparentamos con los primates?" Cuando le dije que podíamos aprender muchas
cosas interesantes de los chimpancés, no me volvió a hablar en toda la noche. Una
típica conducta "humana”.
Tanto la ciencia como
las corrientes espirituales, han intentado un programa supresivo emocional
indiscriminado, pero sin mucho éxito. El organismo se ha resistido vehemente e
inteligentemente a desprenderse de sus programas genéticos, como si dijera:
"No insistan, si las emociones están conmigo por algo es". Ni los psicofármacos,
ni la tan añorada "sobriedad emocional" oriental, han logrado domesticar
significativamente el incontenible arrebato del sistema emocional-afectivo: cuando
él considera que debe actuar, lo hace sin miramientos de ningún tipo.
Querer enterrar todas
las emociones no sólo es una tarea imposible, sino peligrosa para la salud.
Cuando el poderoso super yo comienza a frenar más de la cuenta los impulsos
sanos y naturales que pugnan por salir, se produce un desequilibrio mente-cuerpo.
En estos casos, el organismo, además de aburrirse como una ostra, desaprovecha
recursos energéticos, pierde motivación y decae en su capacidad comunicativa.
Las investigaciones psicológicas son claras en demostrar que el desconocimiento
de los propios estados emocionales acortan la vida y predisponen a todo tipo de
enfermedades. La emoción es la manera en que Dios nos recuerda que estamos
vivos. Si logramos integrarla adecuadamente a nuestra vida, lograremos una mayor
coherencia entre lo que hacemos, pensamos y sentimos, y un sentido de vida más vital.
No estoy sugiriendo que seamos una especie de colon espástico con patas, o un simio
juguetón, sino que modulada y saludablemente dejemos que la emoción actúe con nosotros
y a través nuestro.
Como no estamos
acostumbrados a hacer contacto con nuestras emociones, hemos creado una
dislexia emocional, un analfabetismo respecto a su gramática básica.
No sabemos qué hacer
con ellas, nos queman y se las pasamos al vecino, al psicólogo o al cura. No
somos capaces de discriminar qué emoción es buena, saludable y amable, y cuál
no. Queremos eliminarlas a toda costa o al menos reducirlas, que más da si es
el Prozac o las esencias florales, lo importante es controlarlas. Pero la
biología no puede censurarse por decreto.
La ignorancia emocional
se conoce con el nombre de alexitimia, y significa incapacidad de
lectura emocional. Como veremos más adelante, las personas bloqueadoras (no
lectoras) de emociones son propensas al cáncer y a contraer enfermedades del
sistema inmunológico. Nos da miedo acercarnos a las emociones, porque cuando se
activan demasiado perdemos el control. Emocionarse intensamente es quedar a la
deriva y bajo el auspicio directo del universo. Bucear más allá de la razón y
descifrar los antiguos códigos genéticos que aún se mantienen limpios, nos atemoriza.
No sabemos mirar tan profundamente, y el no hacerlo, nos despoja de una de las
mayores fuentes de sabiduría. Tal como decía Krishnamurti: “En ti se reproduce la
historia de toda la humanidad". Solamente basta abrir el libro de la vida
y leer en él. Si quieres entender el cosmos, búscalo en tus sentimientos, ahí
encontrarás lo que necesitas saber.
Pero la cuestión no es
tan sencilla. Nuestro sistema atencional es claramente externalista, estamos
más afuera que adentro. La confianza en uno mismo se ha trasladado a los
amuletos, los astros, el cambio de gobierno, los ángeles o el destino.
Nos movemos entre las
promesas de los astrólogos y las reencarnaciones de un pasado difícil de
indagar. Como en el cuento del borrachito, buscamos las llaves donde hay luz,
aunque las hayamos perdido en otra parte. Una de mis pacientes, muy motivada por
el crecimiento espiritual, antes de salir para su trabajo comenzaba la
siguiente secuencia de actividades de "crecimiento interior": caminaba
descalza un rato para absorber la energía de la tierra, colocaba un vaso con
agua al sol antes de beberlo, meditaba veinte minutos con un mantra asignado por
un director de la escuela de Maharishi, luego volvía a meditar otros diez
minutos con un sonido cuántico sanador aprendido de otro maestro espiritual,
ingería un desayuno ayurvédico, leía el horóscopo y se le entregaba con una
oración al ángel de la guarda. Como resulta evidente, al comenzar su jornada laboral
ya estaba agotada. Cuando después finalmente logró desligarse de tantos
requisitos externos y dejó que la frescura de su propio interior se manifestara
libremente, comenzó a vivir su espiritualidad de una manera más tranquila y
natural. Centralizó su actividad exclusivamente en la meditación y la
autoobservación, y soltó uno a uno los bastones en los cuales se había apoyado innecesariamente.
Hacerse cargo de uno mismo, no deja de ser un placer cuasi narcisista
saludable. Aunque todas las emociones nos enseñan, no todas son buenas y
aceptables.
Hay sentimientos
autodestructivos y altamente peligrosos que deben manejarse con cuidado o
eliminarlos para siempre. Otros, como los amigos de verdad, nos ayudan en las
buenas y en las malas, fortalecen el yo y nos engrandecen. Establecer esta diferenciación
es fundamental antes de actuar.
Emociones primarias y
secundarias: lo bueno para rescatar y lo malo para suprimir
Las emociones primarias
son aquellas con las que nacemos. Son naturales, no aprendidas, cumplen una
función adaptativa, son de corta duración y se agotan a sí mismas. Solamente
duran lo indispensable para cumplir su misión: dolor, miedo, tristeza,
ira y alegría, son algunas de las más importantes. Ellas forman parte de la
persona y cumplen un papel vital para que podamos sobrevivir y adaptarnos al
mundo. Si se reprimen sistemáticamente y se interrumpen con frecuencia, afectan
gravemente la salud física y mental. Hay que Convivir con todas, integrarlas
a nuestra vida y aprender de su funcionamiento. La sabiduría natural
se expresa a través de ellas.
Las emociones
secundarias son aprendidas, mentales, y aunque algunas de ellas, bien
administradas, puedan llegar a ser útiles, no parecen cumplir una función biológica
adaptativa. Son defensivas o manifestaciones de un problema no resuelto, y casi
siempre implican debilitamiento del yo: sufrimiento, ansiedad, depresión,
ira y restricción-apego, son algunas de las más significativas. A
diferencia de las primarias, no se agotan a sí mismas y pueden permanecer por
años o toda la vida. Si las dejamos actuar libremente y no las controlamos o
eliminamos, nos enfermamos. Hay que tratar de reducirlas al máximo o
quitarlas de nuestra vida y aprender de ellas lo que podamos. Son
expresiones de la mente.
Las emociones
secundarias pueden considerarse prolongaciones mentales de las emociones
primarias. El dolor, la información corporal que nos permite saber cuándo
un órgano anda mal, se extendió a supuestos “órganos mentales” y nació el sufrimiento.
El miedo, el encargado de protegernos ante el peligro, se trasladó anticipatoriamente
y se creó la ansiedad. La tristeza, que permite desactivar el organismo
para su posterior recuperación, se generalizó en un sentido autodestructivo en
lo que se conoce como depresión psicológica. La ira, la principal fuerza
interior para vencer obstáculos, se almacenó en forma de rencor y resentimiento.
La alegría, la más poderosa e importante de las emociones, fue
duramente restringida o convertida en apego al placer. El aparato
mental humano creó una dimensión artificial paralela a la realidad fisiológica,
invadió los terrenos de lo natural y se apropió indebidamente de siglos de
evolución. Posiblemente ése sea el origen de la enfermedad mental.
La estructura
psicológica humana gira alrededor del tiempo. Si observamos por un momento cómo
funciona la mente, descubriremos algo sorprendente. Nunca está quieta. Siempre
hay una sensación de movimiento interior; una impresión de ir y venir; un
desplazamiento de lo que uno “es”, a lo que uno "va a ser". Poseemos
el don de transitar a través del tiempo mental como nos dé la gana. Podemos
resucitar el pasado más remoto, crear el futuro con siglos de anticipación, congelar
los momentos y, lo que es más importante, repetir el viaje cuantas veces queramos.
Como un péndulo incapaz de detenerse, la mente humana se balancea incesantemente
entre pasado y futuro, postergación y esperanza, culpa y amenaza, nostalgia y
desilusión. El aquí y el ahora, la parada donde supuestamente reposa la
verdadera tranquilidad, se reduce a una estación de paso para seguir
fluctuando. El "llegar a ser", el "yo ideal" y los famosos
"debería", son productos de esta extraña habilidad de proyectarse en
el tiempo. Tal como reza un proverbio Zen: "La mente insensata no se
detiene, si se detiene es iluminación". Hay que tratar de
disminuir las fluctuaciones de la mente hasta donde podamos, para estar más
atentos al momento presente.
Fuente: De regreso a casa, por Walter Riso.
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