Sobre el
miedo y la ansiedad
La función biológica
del miedo es protegernos ante el peligro real. Cuando estamos en una situación
amenazante, un sistema especialmente diseñado para estos casos se prepara para
la huida. Una vez se detecta la fuente del posible daño, la sustancia llamada
adrenalina, la que a su vez enerva una serie de cambios físicos: dilatación de
la pupila, sudoración, palidez, tensión muscular, gritos y una sensación interna
de inquietud y alarma. Algo nos dice que no debemos quedarnos ahí y que tenemos
que escapar. A diferencia de lo que ocurre con los miedos psicológicos, el miedo
biológico siempre se agota. Sube en pico, se mantiene en forma de meseta un instante,
y luego, si no le metemos cabeza al asunto, decrece. Ese es el ciclo natural. Por
el contrario, la curva del temor mental puede no declinar jamás.
Descifrando el miedo
Si nos acercamos a lo
natural, descubriremos que los síntomas que acompañan la experiencia del pánico
pueden ser vistos desde una perspectiva más amigable. Cada componente de la
emoción nos cuenta cómo debió de haber sido la lucha por la supervivencia hace
millones de años. Ellos nos hablan de cómo actúa el mundo natural. La
dilatación de la pupila permitía aumentar la capacidad de visión en la oscuridad;
el hombre no conocía el fuego y es probable que muchos depredadores estuvieran
al acecho amparados en la oscuridad. El temblor originado por la adrenalina, tal
como lo ha demostrado la psicología animal, posee un significado comunicativo
de alertar a los otros miembros del grupo y pedir ayuda; algunos animales, como
las gacelas, utilizan el temblor para avisar de la proximidad del depredador
con muy buenos resultados (recordemos que el lenguaje humano no estuvo desde el
principio). La taquicardia permite bombear más sangre y prepararse para un
mayor gasto energético, como correr o saltar más. El sudor permite escabullirse
y resbalarse más fácilmente del atacante. La palidez y el desmayo, tal como
enseñan algunos estudios etológicos, permiten pasar desapercibido para ciertas
especies agresoras.
Pero no todo es color
de rosa. Debido a que la civilización avanza cien veces más rápido que la
evolución biológica, se ha producido un desajuste evolutivo entre la biología y
el desarrollo de la cultura. Nuestro banco genético arrastró un cúmulo de miedos
que habían sido útiles para el hombre prehistórico, pero que probablemente no lo
sean tanto en la actualidad. Por ejemplo, el miedo a la oscuridad, al agua, a
las alturas, a los animales, a los espacios cerrados, a los lugares abiertos, y
algunos más, son temores preparados. Podemos heredarlos sin aprendizaje alguno.
El hombre no conocía la luz, no sabia nadar, no podía volar, era un animal
diurno que debía esquivar aquellos lugares donde no pudiera escapar fácilmente,
y necesitaba de un mecanismo que salvaguardara su integridad física. La mejor
opción adaptativa fue el miedo.
En la naturaleza nada
está de más. Todo responde o respondió a un increíble y maravilloso mecanismo
de supervivencia. Cuando sentimos los síntomas del miedo, es nuestra madre
naturaleza la que se está manifestando para cuidarnos: un acto de amor cósmico.
En esos momentos de temor, estamos presenciando la magnificencia de lo natural
obrando como en los viejos tiempos, estamos reviviendo la historia de la evolución
y decodificando el eco de la creación. No digo que sentir miedo sea delicioso, sino
que además de útil, es una oportunidad para ver cómo funciona el universo. Si
el miedo fuera agradable, hace rato se hubiera acabado la vida en el planeta.
El miedo es incómodo, pero no duele.
Si el miedo se activa
inesperadamente, deberíamos hablar con él y de paso con nosotros mismos: “Te
activaste de nuevo. No entiendo por qué lo hiciste, pero supongo que debes de
haber creído que hay peligro en alguna parte. Posiblemente yo te haya mandado
un mensaje equivocado... Esta sensación incómoda que estoy sintiendo es
adrenalina... Ella es la que me produce la inquietud y no otra cosa... Simplemente
fue una falsa alarma... Yo entiendo que no puedas parar, porque una vez
activado debes completar el ciclo que dura algunos minutos... Lo que estoy
sintiendo en este momento es la energía de vida corriendo por mis venas... En
este momento yo soy la naturaleza...Estos cambios transitorios que obran en mí,
son la fuerza del amor que me cuida...Seguiré con mis actividades hasta que se
acabe la sensación...El supuesto diálogo ascético no es fácil de llevar a cabo
porque el miedo no está diseñado para pensar sino para actuar. Si un enorme
león se asomara por la puerta de mi casa, no sería muy adaptativo aplicar la
lógica aristotélica: “Caramba, caramba...Hay un enorme animal parado en el
umbral de mi puerta mostrándome sus fauces...Puede ser una propaganda de la
Metro Golden Mayer, o un gato alimentado con Purina... No sé... Creo que es más
prudente salir discretamente... Para ese entonces el supuesto león ya me habría
devorado y hecho la digestión varias veces. Frente a un riesgo real, pensar
mucho no es lo indicado, por eso, cuando el miedo aparece la mente se acuesta a
dormir. Si vemos una culebra a pocos centímetros de nuestros pies, no preguntamos
nada: saltamos y gritamos, sin importarnos demasiado lo que opinan los demás.
La mente inventa la
ansiedad
El orden natural
explicado hasta aquí desvanece cuando lo psicológico hace su aparición. Si la
mente comienza a intervenir, la cosa se complica y por decirlo de alguna
manera, se ensucia. La psicología humana no solamente crea miedos totalmente irracionales
como los fantasmas, los muertos, los cementerios, el fracaso, el ridículo, hablar
en público y la mala suerte, sino que también inventa la ansiedad, es decir, el
miedo anticipado. Cuando la mente manda el mensaje de alerta roja, todas las
células comienzan a trabajar horas extra para defenderse del supuesto atentado.
Desgraciadamente, en la
mayoría de los casos suele ser una falsa alarma activada por la susceptibilidad
del ego. El cuerpo es ingenuo y siempre le cree a la mente.
Aunque la ansiedad es
un progreso respecto al incipiente reflejo condicionado, adelantarse demasiado
tratando de predecir calamidades puede resultar nefasto. Muchas personas, de
tanto utilizar su calculador de riesgos, lo dañan, y desafortunadamente su
reparación no es tan fácil, además de costosa. Un paciente ágora fóbico (miedo
a lugares o situaciones donde escapar sea difícil) llevaba veinte años sin salir
de su casa. Luego de mucho esfuerzo y sesiones domiciliarias donde
interveníamos tres psicólogos, se logró que el sujeto llegara a la esquina. En
ese punto, el tratamiento se estancó debido a un nuevo temor que no estaba
previsto. Justo antes de cruzar la calle, se detuvo, soltó su brazo del mío, y
me miró con cierta suspicacia: “No creo que debamos hacerlo... Hay demasiados
carros... Mejor dejemos esto para otro día”. Traté de tranquilizarlo: “No se
preocupe. Vamos a mirar cuidadosamente antes de cruzar”. El insistió en su
argumentación: “Pero no es tan fácil... Uno puede creer que el carro va más
despacio y de pronto ya lo tiene encima... Prefiero no cruzar la calle”. Le
explique nuevamente que el procedimiento adecuado para su caso era enfrentar el
miedo: “Vea, hagamos esto... Miramos los al mismo tiempo, y cuando usted diga
'ya', corremos hasta la otra acera. Le aseguro que no hay peligro. Piense que
millones de personas cruzan diariamente las calles sin que les pase nada”. La
réplica no se hizo esperar: “Pero algunos sí son atropellados”. Apelé
eruditamente a la estadística: “Es verdad, pero la probabilidad es muy remota”,
pero su argumento también fue estadístico: “¿Y si yo soy la excepción?” Le pedí
que se arriesgara y que se dejara guiar por mí, pero tampoco fui lo
suficientemente confiable para él: “Usted tiene gafas... ¿Cómo sé que alcanza a
ver bien?”. Finalmente después de varios días de trabajo y de rebatir una a una
sus consideraciones pesimistas, logró hacer el esfuerzo y encarar la calle con
relativa calma.
Cuando llegamos al otro
lado, la psicóloga que iba conmigo y yo no pudimos ocultar la típica expresión
de “misión cumplida”. Habíamos dado un paso importante, ya que el sujeto había
comenzado a calibrar su medidor de miedos. Pero el placer del triunfo no duró
mucho: el paciente se hallaba inmóvil, mirando aterrado la otra orilla:
"¡Qué hice!... ¡¿Y ahora cómo regreso?” Esta persona era víctima de una
ansiedad anticipatoria altamente catastrófica y desproporcionada. Su calculador
de posibilidades estaba desajustado, lo que era una probabilidad en un millón,
la interpretaba como una en diez. Necesitaba la certeza total de que nunca sería
atropellado y eso, tal como vimos, solamente se obtiene por medio de la Divina
Providencia. La persona ansiosa no reacciona a los hechos, sino a lo que
imagina de ellos, está atrapada en una especie de realidad virtual amenazante
de la que no puede escapar. El trastorno ansioso es la consecuencia lógica de
poseer una mente marcadamente inclinada al futuro, incapaz de procesar el
presente.
Las personas Tipo A son
expertas en predecir desastres, por eso viven estresados y en una zozobra
permanente. El estrés puede definirse como una reacción de alarma persistente
del organismo ante una situación evaluada como amenazante, que el sujeto es
incapaz de disminuir. Un estado de tensión sostenido y perdurable imposible de
controlar, es definitivamente desesperante; por eso, no es de extrañar que las personas
que lo sufren entren en desesperanza. Lo curioso es que este fenómeno no parece
existir en otras especies. A excepción de los conejillos de indias, donde
experimentalmente se les induce tensión sostenida, no conozco animales que en
su medio natural vivan con estrés. Y esto se debe dos razones. En primer lugar,
ellos no permanecen el tiempo suficiente ante el evento aversivo: si la
situación se complica, el miedo los obliga a irse (la terquedad parece ser un
atributo exclusivamente humano). En segundo lugar, cuando el nivel de
adrenalina o testosterona se eleva más allá de los umbrales normales por
demasiado tiempo, recurren a métodos naturales de equilibrio y reestablecimiento
de las funciones. Algunos hacen el amor, los gorilas buscan a su madre para que
los “espulgue”, los felinos se estiran y se revuelcan, los chimpancés juegan,
en fin, la naturaleza provee de los medios distensionantes para prevenir el trastorno
y evitar enfermedades.
Aunque los humanos no
contemos con las prebendas naturales de los animales, de todas maneras podemos
reducir la tensión y mermar los niveles de adrenalina. El secreto está en
construir un ambiente donde puedan coexistir la alegría y el reposo. Esa es la
mezcla “molotov” para erradicar de una vez por todas la ansiedad y el estrés.
Crear un ambiente motivacional donde pueda hacerse uso del silencio, dormir, caminar,
sentarse bajo un árbol, oír música, mojarse bajo la lluvia, cantar en el baño, tocar
a la gente, acostarse al borde de una quebrada, hacer el amor, meditar,
practicar deportes divertidos, hacer baños de inmersión y leer, en otras
palabras, tener un lugar personal en el mundo para hacer lo que realmente queramos
hacer, donde los ratos agradables no sean la excepción, sino la regla. No hay
mejor antídoto.
Fuente: De regreso a
casa, por Walter Riso.
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